Esta sección es para que cualquier miembro del Centro (alumnado, profesorado, padre, madre o personal no docente) que quiera contar una historia, sea ésta real o imaginada, lo pueda hacer. Para animaros voy a ser el primero en lanzarme a la piscina y lo voy a hacer con un relato que no tiene absolutamente nada de ficción o, por lo menos, es así como lo recuerdo.
EL DÍA QUE ALCANCÉ LA FAMA
Pudo ser el día de mi nacimiento porque fue sonoro. Digo bien, sonoro, no sonado; ya que mi padre, locutor de la emisora de radio local, ese día no acudió al programa, y no porque entonces tuviera derecho a ningún permiso, sino porque era uno de los múltiples trabajos no retribuidos que tenía y, claro, se lo podía permitir.
Entonces no había televisión y la radio era uno de los entretenimientos más utilizados por las gentes de la localidad. Así que todos pudieron escuchar:
− Hoy no ha venido Julián porque acaba de tener otro hijo. ¡Enhorabuena!
En cinco años yo hacía el número cuatro y luego aún vendría otro más que me quitaría el puesto de Rey de la casa.
Pero no, no me refiero a esto. Ocurrió cuatro años más tarde. Un domingo de verano paseaba con mis hermanos y mis padres hacia el “Parador”, un pequeño bar que había en el cruce de carreteras, que más tarde se convirtió en el Restaurante “El Botero”, y entonces lo ví. Fue un amor a primera vista. Majestuoso, de color marrón oscuro y muy brillante. El SEAT 1.500 estaba en uno de esos camiones que transportan coches y cuyo conductor debía estar tomándose un descanso.
Mi reacción fue inmediata
− ¡Papá! Papá! ¡Quiero que me compres este coche!
A estas edades los niños estamos convencidos de que nuestros padres son unos superhombres que pueden conseguir cualquier cosa. Y los padres, que quieren que esa creencia se prolongue, se empeñan en no defraudar a sus hijos por muy difícil que sea la tarea.
− Hijo, estos coches van atados y no los descargan hasta llegar a Madrid.
Como dejé de dar la tabarra, mi padre quedó satisfecho.
A la mañana del día siguiente le pedí a mi madre dinero para ir a Madrid a comprar el coche.
− En casa no tenemos dinero. Baja y pídeselo a tu padre. − Me contestó.
Vivíamos en el piso que había encima de la oficina del Banco Zaragozano donde trabajaba mi padre. En esta ocasión con derecho a sueldo.
− ¡Papá! Dame dinero que me voy a Madrid a comprarme el coche.
− Toma hijo.
Cogí las dos hojas del almanaque que me tendía, las guardé en el bolsillo del babi y me despedí. Cuando dejaba atrás la última casa del pueblo coincidió que también salía un carro que llevaba la misma dirección; así que me coloqué detrás y lo fui siguiendo. Cuando ya estaban a la vista las casas de Pozuel, localidad que se halla a trece kilómetros de Monreal, el hombre del carro paró a hacer sus necesidades y yo, que no estaba para perder el tiempo, decidí adelantarlo y dejarlo atrás.
− ¡Pero de dónde sales zagal! ¿A dónde vas?
− A Madrid a comprarme un coche.
− Yo voy a Pozuel; así que si quieres sube al carro y te llevo hasta allí.
Me pareció una buena idea y me alegré de mi suerte. En cuanto subí al carro me preguntó
− ¿De qué familia eres?
− Mi padre es Julián el del banco.
− Sí, conozco a tu padre.
En ese momento bajaba un camión en dirección a Monreal y el hombre saltó del carro, se puso en medio de la carretera y paró al camión. Habló con el conductor, le contó que era de Monreal, hijo de Julián el del banco y que me estarían buscando. Oí que el conductor le decía que en Monreal conocía a la “Jefa” y que me dejaría en su casa que, además, estaba en la carretera.
La “Jefa” era la dueña de la fábrica de Harinas. La había heredado de su marido al que fusilaron en agosto del 36 por el delito de ser alcalde socialista de Monreal en el momento en que se produjo el alzamiento nacional. Más tarde me enteré de que el apelativo de la “Jefa” se lo había ganado por la costumbre que tenía de aparecer en la fábrica a las dos o las tres de la mañana, por sorpresa, a ver si los trabajadores estaban trabajando o durmiendo.
La “Jefa” enseguida mandó avisar a mi familia de que el niño ya había aparecido y que se encontraba sano y salvo en su casa.
− Julián, ni se te ocurra pegarle. − Suplicó la “Jefa” en cuanto apareció mi padre.
− Claro que no. Ya sabemos cómo son los críos. − Contestó. − Y mis temores se disiparon.
En cuanto entramos en casa, me propinó tal guantazo que aún me parece ver, como si lo estuviera viviendo ahora, salir despedido el caramelo que llevaba en la boca y hacerse añicos contra la pared de la cocina.
Y desde ese día soy el que se fue a Madrid a comprarse un coche.
Julián Giménez Allueva
Monreal del Campo, 21 de junio de 2020
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