Bombardeos en ruinas



 


Bombardeos en ruinas

Aquella semana teníamos puente, los profesores nos habían atiborrado a

trabajos y a exámenes como no podía ser de otra forma. Mi madre irrumpió en mi

habitación—sin llamar a la puerta como de costumbre—y me convenció o mejor dicho

me obligó para hacer una pequeña excursión mañanera con mis abuelos. La idea de ir

con mis abuelos me emocionó, me encantaba escuchar sus batallitas de cuando eran

jóvenes. Enseguida estábamos preparados y metidos en el coche. En cuestión de 35

minutos llegamos a nuestro destino: Belchite.

Mis padres estaban dispuestos a seguir una visita guiada pero mi abuelo no lo

permitiría de ninguna manera: ‘’nadie más que yo puede relataros la historia de estas

ruinas mejor, seguidme’’ exclamó indignado. Dos minutos más tarde nos adentramos

en las calles del viejo Belchite.

De aquella época solo

se conservaban las fachadas

de casas, dos iglesias medio

derruidas y algunos edificios

deteriorados debido al paso

del tiempo. Un pueblo

fantasma sin ninguna duda.

Me imaginé la cantidad de

historias de terror que ese

lugar podía acoger. Un

escalofrío recorrió mi cuerpo cuando mi abuelo afirmó que bajo nuestros pies se

encontraban los cadáveres de más de doscientos soldados. Ante nuestra expectación

mi abuelo continuó satisfecho su relato. ‘‘Belchite se vio especialmente castigado por

los combates de la Guerra Civil Española, al encontrarse en plena línea de frente

durante años. Al terminar el combate, el deterioro de sus edificios era evidente. Pudo

haberse rehabilitado, pero el régimen franquista optó por sustituirlo por otro de nueva construcción, el Belchite nuevo’’ explicó mi abuelo con calma. ‘’Los últimos habitantes se marcharon en la primera mitad de los años 60—como mis padres—y, en ese momento, sus calles y plazas quedaron definitivamente convertidas en un pueblo fantasma’’.

Carraspeó, como si fuera a contar una

tragedia: ‘’Los cañones machacaron las

posiciones defensivas. Los combates

comenzaron a librarse calle por calle,

casa por casa. Los cadáveres se apilaban y se descomponían por el calor del verano.’’

Paseamos un rato en silencio, por esas calles—o lo que quedaban de ellas—, centenares de civiles habían sido asesinados allí.

Mis tripas y las de mi hermana empezaron a rugir al unísono por lo que

paramos a almorzar. Nos sentamos en lo que parecían ser los restos de una fuente,

desenvolvimos los bocadillos y mis padres y mi abuela se enredaron en la habitual

discusión de política. Mientras, mi abuelo empezó a contarme una de sus aventuras.

‘’Apenas recuerdo nada de lo que ocurrió, tan solo era un niño, pero mis padres se

encargaron de contármelo cuando ya tenía la edad para comprenderlo.’’ —una leve

sonrisilla se formó en sus labios—‘’Lo que te voy a contar es completamente

confidencial, tus padres no han de enterarse’’—mi abuelo sabía muy bien como captar

mi atención—‘’Mis padres y yo nos mudamos a Zaragoza, tendría yo unos 16 años,

como tú, y mis amigos del barrio y yo nos fuimos una noche a Belchite, en el remolque

de Benito, sí el pescatero, tampoco puede enterarse de que lo sabes. Mis padres me

acababan de contar lo que ocurrió y tenía muchas ganas de ver lo que quedaba de

aquel lugar. Así que me escabullí por la noche, ni se te ocurra hacerlo tú eh, los

tiempos han cambiado. Llegamos y con las linternas nos encaminamos hacia la iglesia

de San Martín, esta de aquí. Era octubre y había luna nueva. Antonio, sí, el padre del

panadero, tuvo la brillante idea de dejar una grabadora de audio en la entrada de la

calle, era y sigue siendo un auténtico aficionado de los fenómenos paranormales pero

no, ni él mismo se esperaba lo que encontraríamos a la vuelta. Anduvimos durante un

buen rato, para arriba y para abajo, rememorando los recuerdos de mis padres. Incluso

nos echamos una pequeña cabezada en el remolque. Yo seguía como un tronco

cuando Antonio me sacudió violentamente, estaba muy nervioso, tartamudeaba,

gritaba sin razón aparente y agitaba vehementemente la grabadora. Lo calmamos y

reproducimos el casete en el coche: silencio. Nada más que silencio. Esperamos un

poco más y repentinamente un bombardeo y una serie de disparos se escucharon.

Silencio. Disparos. Un avión sobrevolando el pueblo. Gritos. Silencio.

Nos quedamos petrificados. Sé que probablemente te cueste creerlo pero, lo

escuché con mis propios oídos, no, aún no estaba sordo. Era como si la guerra nos

hubiera invadido en ese momento, la incertidumbre y el temor nos tomó por

completo. Sin pronunciar palabra, arrancamos el coche y pasados unos minutos

acordamos nunca decírselo a nadie. Nunca. Pero sé lo que te gustan mis batallitas y no

me he podido resistir y, de alguna manera quiero que esta historia pase de generación

en generación. Los siguientes días transcurrieron con total normalidad, pero siempre

quedó entre nosotros esos sonidos imborrables.’’


Aparentemente, la discusión rutinaria de política había finalizado, así que volvimos a

los coches, no sin antes de que mi abuelo me repitiera una y otra vez los sonidos y las

reacciones del casete con pelos y señales. Volvimos a casa e intenté reanudar mi tanda

de ejercicios de álgebra pero me fue imposible volverme a concentrar, es verdad que

no suelo creerme historias de ese tipo pero viniendo de mi abuelo había algo en lo que

creer. ¿Cómo pudo la grabadora captar el bombardeo sin que ellos se enteraran?

¿Cómo iba a volver a mirar al pescatero y al panadero de la misma manera?

Demasiadas preguntas rondando por mi cabeza. Lo mejor iba a ser echarse una buena

siesta para intentar asentar mis pensamientos.

Imagino tu reacción, recuerda que esto debe mantenerse entre nosotros, no se lo

puedes decir a nadie, solo puedes hablar de ello con el tatarabuelo, aunque esté un

poco sordo. Creerlo o no depende de ti. Pero las batallitas del abuelo nunca defraudan.

Claudia Bruna Roy 4ºC 

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